miércoles, 28 de mayo de 2025

Capas: Historia I

Doña Miguelina era una viuda de unos sesenta y tantos años que vivía en el piso debajo del mío. Era una señora delgada y arisca, a quien nunca se le veía sonreír. No era del tipo de persona que entabla conversaciones triviales con los vecinos o con desconocidos. Prácticamente no hablaba con nadie.

En las juntas de vecinos se limitaba a votar, firmar y levantar la mano cuando era necesario. Una vez concluida la reunión, se retiraba de inmediato, sin intercambiar palabra con los asistentes.

En el edificio todos nos tratábamos como familia. Yo vivía sola en ese entonces y era la inquilina más joven, así que muchas de las señoras mayores me “maternaban” un poco: me cuidaban, me regalaban cosas, me daban a probar sus recetas e incluso algunas llegaron a insinuar que sería la novia ideal para alguno de sus hijos. Todas me trataban así, excepto Doña Miguelina.

La cosa es que Doña Miguelina no era del tipo de vecina a la que pudieras acudir por un favor. Si alguien osaba tocar su timbre, ella miraba por el ojo de la puerta y desde dentro vociferaba un seco: —¿Qué se le ofrece? Nada la hacía abrir. Cualquier petición era hábilmente esquivada por la señora del 2B.

De lo poco que supe sobre su vida, me enteré de que nunca tuvo hijos, que enviudó hacía algunos años y que jamás volvió a casarse. Fue una de las primeras en mudarse al edificio junto a su esposo y, tras el fallecimiento de este, dicen que cambió mucho y se volvió una persona muy huraña.

Una vez, por insistencia de mi amigo —que necesitaba una pareja— decidí inscribirme en clases de baile de salón. Serían variadas: tango, salsa, vals, foxtrot y mambo. Al principio no estaba muy convencida pero me terminé entusiasmando por aprender nuevos estilos y mejorar mi postura.

En mi primer día, llegué junto a Franklin, mi amigo. La academia estaba bastante lejos de casa, a unos 45 minutos, pero al ver lo elegante del lugar sentí que el trayecto valía la pena. Tomamos asiento mientras esperábamos el inicio de nuestra clase. El grupo anterior aún ensayaba; eran los elegidos para representar a la academia en una competición nacional.

La agilidad con la que bailaban era impresionante, y si no me equivocaba, estaban ensayando foxtrot. Los hombres lucían pulcros, diligentes, en comando, con una postura impecable. Las mujeres, por su parte, se notaban delicadas pero firmes, con un ritmo excelente y una sensualidad contenida. De entre las siete parejas que ensayaban, una destacaba: y la mujer era la verdadera estrella.

Quedé embelesada con su dinamismo. Sus piernas se notaban tonificadas, aunque ya se demarcaba que podía tener cierta edad. Se podía apreciar que llevaba años en el mundo de la danza, su dominio era absoluto. Su postura, su ritmo, su gracia... parecía la ninfa de un bosque encantado. Era una maravilla poder apreciarla. Recuerdo que pensé en acercarme a felicitarla apenas terminara el ensayo.

Giraba con soltura, y su sonrisa iluminaba la sala. Su perfecta y blanca dentadura contrastaba con el rojo intenso de su labial. Era evidente la pasión que sentía por lo que hacía, y la felicidad que le provocaba. Yo la observaba con una sonrisa en el rostro, pero pronto tuve que parpadear varias veces para asegurarme de que mis ojos no me engañaban e ir asimilando lentamente lo que estaba frente a mi. Pues resultó ser que la bailarina prodigiosa era Doña Miguelina. Sí, mi vecina del 2B. No podía creerlo. Mi conmoción fue tal que mi mandíbula se desencajó, y mi boca permaneció abierta por una cantidad absurda de tiempo.

Sentada y atónita, trataba de procesar que aquella criatura llena de luz fuera la misma mujer huraña del edificio. En ese momento concluyó el ensayo, y todos aplaudimos. Los bailarines descansaban, bebían agua y se secaban el rostro con toallas. El profesor los felicitó. El grupo comenzó a dispersarse y yo no podía apartar la vista de Doña Miguelina. 

Observé que no se despidió de nadie. Torpemente, quedé en su camino hacia la salida. Ella caminaba con paso firme y se topó de frente conmigo. Nos miramos a los ojos, y pude notar su estupor. Parpadeó bruscamente y frunció el ceño, como si le costara asimilar que sus dos mundos se hubieran encontrado.

—Hola, ¿cómo estás? —me dijo. Era la primera vez que se dirigía a mí.

—Hola, Doña Miguelina. Estoy muy bien, ¿y usted?

—Bien, gracias.

Y antes de que yo pudiera continuar la conversación, salió del local con el mismo paso firme y decidido.

Tuve mi clase y la pasé muy bien, pero no dejaba de pensar en la dualidad de aquella mujer. Fuera de lo que realmente le apasionaba, era un ser humano intratable. Pero al entrar en su mundo, se transformaba en una criatura luminosa, vital, casi mágica.

La seguí viendo durante varias semanas, hasta que cambió de horario, quizás para evitarme. Supe que la academia ganó el concurso nacional, en gran parte gracias a su actuación. Me enteré también de que había sido campeona múltiples veces junto a su esposo. En su juventud, recorrían el país participando en concursos; incluso se habían conocido bailando. Era una de las alumnas legendarias de la academia, y todos allí conocían su historia.

A veces me pregunto cuántas Doñas Miguelinas caminan por el mundo, ocultas bajo capas de rutina. Y cuando pienso en ella, ya no veo a una mujer amargada, sino a una bailarina formidable, que guarda en silencio los pasos de una vida que alguna vez brilló con fuerza.

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