sábado, 22 de octubre de 2022

El regreso a los lugares conocidos.

Desde muy pequeña pasaba las vacaciones de verano en casa de mi abuela. Era una modesta casita de campo con una belleza encantadora, rodeada de flores y de verdor.

Cerca de ella había un río donde iba con mis primos, y en el patio trasero había un árbol de mangos justo en la cima de una pequeña pendiente, la cual era idónea para que nos deslizáramos en yagua durante toda la tarde. Cuando el agotamiento por las horas de diversión llegaba, procedíamos a zarandear el árbol exigiendo las delicias de sus frutos, llenábamos cubos y cubos de mangos, los lavábamos y nos hartábamos hasta casi reventar. 

También nos gustaba recolectar tomates y flores en la casa de la vecina Gladys, con el propósito de hacer ensaladas y perfumes. Ella era una señora muy amable, amiga de la familia, y tenía una perra llamada Duquesa a la cual adorábamos. 

Las noches solían ser bastante oscuras por la insuficiencia de postes de luz, y las luciérnagas invadían los alrededores en un hermoso espectáculo, era como si tuviésemos un microcosmos frente a nuestros ojos, ellas danzaban mientras la luz lunar las arropaba. 

Cada año era mejor que el anterior, siempre dejábamos planes pendientes para mi regreso, los cuales eran promesas a cumplir. La tradición se mantuvo hasta que llegué a la edad de doce. Con la entrada en la adolescencia fuimos perdiendo poco a poco el interés en las tardes de exploraciones y de montar bicicleta. Entonces, de un momento a otro, no le insistí a mi mamá en regresar y comencé a pasar mis vacaciones en casa. 

Transcurrieron años, muchos años, hasta que regresé a la casita de mi abuela, esta vez para su funeral. Y si bien lo luctuoso de aquello ennegrecía la visita, también palpitaba en mí una creciente expectativa al saberme allí nuevamente, donde había sido feliz tantas veces en mi infancia. Sin embargo, cuando finalmente estuve ahí, más allá de la despedida de mi amada abuela, también me di cuenta de que mi tristeza venía de otro lugar.

A la casa de mi abuela le habían realizado muchos cambios, y pasó de ser una humilde casita de madera a una de concreto con una marquesina enorme donde se guardaba el auto de mi tío. El árbol de mangos había sido cortado y la pendiente fue nivelada con cemento. Ya no había flores en los alrededores, ni plantas de tomates, en su lugar estaba una claustrofóbica cerca. La amable Gladys había fallecido hace algunos años y Duquesa por igual. Muchos de mis primos ya tenían familia y sus niños correteaban por los alrededores, era un contraste abrumador. 

Al anochecer no se asomó ninguna luciérnaga, y las calles estaban bastante iluminadas, incluso supe que el río en el que habíamos flotado y nadado tantas veces ya no existía, se había secado. Definitivamente la magia se había desvanecido.

Recuerdo que regresé con un sentimiento de vacío y orfandad, pues una parte importante de mi historia ya no existía más que en mi memoria. 

Y ahora como adulta me he dado cuenta de que lo mismo sucede con las personas. Con el paso inevitable del tiempo, alguien que en su momento pudo haber sido parte esencial de tu vida, se puede llegar a convertir en un extraño. 

Mis vacaciones de verano forjaron recuerdos hermosos que enriquecieron mi niñez y por haberlo vivido me siento agradecida. Así como también agradezco a quienes estuvieron en mis distintas etapas, dándome bienestar, soporte y compañía.

Solo que a veces hay que saber alejarse antes de intentar regresar a donde ya no hay árboles, a donde ya no hay flores. Porque más que revivir un hermoso recuerdo, puede ocurrir, que con mucho pesar nos demos cuenta de que todo ha cambiado. 

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