Una vez salí con un compañero de la universidad. En clases no era muy sociable, pero siempre debatía con los profesores; se evidenciaba lo culto y elocuente que era cada vez que interactuaba con ellos, y eso me llamó la atención. En un proyecto en grupo quedamos en el mismo equipo, y aproveché para acercarme. Inmediatamente comenzamos a fluir y descubrimos que teníamos muchas cosas en común, incluso concepciones similares sobre la vida. Era una persona sensible, inteligente y respetuosa.
No pasó mucho tiempo hasta que me invitó a salir. Fuimos al teatro y luego a cenar. Nos despedimos, y al llegar a casa continuamos conversando por teléfono. En las semanas siguientes repetimos salidas, todas excelentes. Continuamos viéndonos por meses, y estábamos a punto de formalizar la relación y darle un matiz más serio. Lo único que me hacía ruido era que nunca me había invitado a quedarme en su apartamento.
Nuestros encuentros solían terminar en mi casa, pero, dado que no vivíamos muy lejos el uno del otro, y considerando que él también vivía solo, no entendía por qué las probabilidades no eran del cincuenta-cincuenta. Sin embargo, un día cayó enfermo con un fuerte resfriado, y luego de mucha insistencia de mi parte, accedió a dejarme visitarlo para cuidarlo.
El apartamento quedaba en una zona muy tranquila. Toqué el timbre y me dio acceso a su piso. Al subir las escaleras, abrí la puerta, sentí que el aire era muy denso, y mi confusión fue inmediata. Retrocedí unos pasos para fijarme en el número del apartamento; efectivamente, era el 3B. Me volví a adentrar y llamé su nombre.
Con una voz débil, me dijo: “Sí, entra, aquí estoy”. En ese momento, me guié por el sonido para saber hacia dónde dirigirme, pero lo que veía a mi alrededor me dejó petrificada. Al pasar el umbral de la puerta, tuve que hacerme espacio con los pies, pateando bolsas de supermercado, cajas, objetos varios, pedazos de madera, ropa, papeles… y, a medida que lo hacía, cientos de bichos se arrastraban buscando esconderse entre las cosas.
Era asqueroso. Miré a mi alrededor y vi la cocina llena de mugre, sobras de comida y trastes sucios acumulados. A través de las ventanas no entraba nada de claridad, pues el polvo las tenía completamente cubiertas. Las cortinas estaban igual de sucias, llenas de polvo e inmundas.
—Estoy en la habitación a la izquierda —volvió a decir, y le respondí que ya iba.
Seguí prácticamente trepando entre los cachivaches que cubrían el suelo, bastante incómoda porque llevaba en las manos una sopa y unos medicamentos que tenía miedo de tirar si tropezaba.
Finalmente llegué a su habitación. Ahí estaba, postrado en la cama, arropado y con el rostro rojo y sudoroso. En su mesita de noche hice espacio como pude para poner la sopa y los medicamentos.
Hice de cuenta que nada había pasado. Intenté disimular lo mejor posible mi cara de espanto. Él tampoco se inmutó ni dio explicación alguna. Su habitación estaba igual de desordenada y desastrosa que el resto del apartamento. Apenas pude encontrar un rincón en la cama para sentarme a su lado.
Le di la sopa y la medicación, conversamos un rato y tuve que inventar una excusa para irme mucho antes de lo planeado. Me sentía muy incómoda y claustrofóbica. Le dije que debía irme, él me agradeció la visita y nos despedimos.
Nuevamente, el camino hacia la puerta fue una odisea. Esta vez noté que la decoración de la casa era muy anticuada. No parecía la elección de un chico joven que cursaba la universidad. Había fotos familiares que apenas se distinguían entre la suciedad, una colección de cerámicas de angelitos tras una vitrina, muebles antiguos y también una televisión muy vieja en la sala, rodeada de periódicos y revistas.
Sorprendentemente, no había mal olor, o al menos no el que se esperaría bajo tales condiciones. Había telarañas por doquier y los bichos habían hecho del lugar su hábitat perfecto.
Finalmente salí y cerré la puerta tras de mí, aún en estado de perplejidad. ¿Por qué vivía así? ¿Desde cuándo era un acumulador?
Cuando llegué a mi auto, no pude arrancar de inmediato; me quedé reflexionando un largo rato. ¿Era esto un motivo de ruptura?
Él y yo texteamos un poco esa noche y quedamos en vernos al día siguiente, si se sentía mejor. Al otro día me comentó que estaba un poco recompuesto, pero no lo suficiente como para salir de la cama. Pasaron un par de días y siempre me decía lo mismo. Por inesperado que parezca, me ofrecí a visitarlo nuevamente, pero no me dejó.
Transcurrió una semana y él no había asistido a ninguna de las clases en la universidad. Comencé a preocuparme por sus faltas y noté que tardaba mucho en responder mis mensajes; si lo llamaba, no contestaba. Cuando le pregunté por qué no había asistido a clases, me dijo que había tenido que hacer un cambio y había retirado varias materias, lo cual me tomó por sorpresa, pues ya no seríamos compañeros y ni siquiera me lo había mencionado.
Para ese momento, ya se había sanado del resfriado, pero poder verlo era prácticamente imposible. Nunca tenía tiempo, no respondía mensajes ni llamadas, y se inventaba cualquier excusa para eludirme.
A través de otro compañero, supe el horario de una de sus nuevas clases y lo esperé fuera del aula. Cuando salió y me vio parada frente a él, su rostro reflejaba una enorme sorpresa. Me acerqué y lo saludé con un beso en la mejilla.
—¿Nos podemos sentar a conversar? —le dije.
Un poco titubeante, respondió que sí. Caminamos hacia unas bancas que estaban en el campus y le hablé sin rodeos:
—¿Por qué llevas semanas evitándome? ¿Estás incómodo porque fui a tu casa? ¿Te da vergüenza que haya visto que eres un acumulador?
—¿Por qué dices eso? No soy un acumulador.
—¿No? ¿No eres un acumulador?
—No. ¿De dónde sacas eso?
—¿Estás bromeando? —No pude evitar soltar una risotada de incredulidad.
—Oye, no te estoy evitando. Es solo que creo que necesito trabajar algunas cosas en mi. Y el hecho de que me juzgues de esa manera por haber visto mi casa y llamarme acumulador así, sin más, solo confirma por qué nunca quise que fueras antes.
La situación se me estaba tornando muy extraña en ese momento. ¿Acaso exageré o me lo imaginé todo? ¿Cómo es posible que no entendiera por qué le decía acumulador? ¿Era para él algo tan normal que ni siquiera lo veía como tal?
—Perdón, de verdad lo siento. No quise hacerte sentir mal ni juzgado. Es solo que quedé muy desconcertada. Mira, la verdad es que no esperaba ver lo que vi en tu casa, y me preguntaba si por eso no me habías invitado antes. No es normal ver tantas cosas amontonadas en el suelo, papeles, basura... y que no entre siquiera la luz del sol por lo sucio de las ventanas.
—Entiendo...
—Investigué un poco al respecto y creo que deberías buscar ayuda terapéutica. Eres una gran persona, pero en el momento que quieras compartir tu vida con alguien, la forma en la que actualmente habitas tu hogar va a impedir que lo logres.
—Yo ya compartí mi vida con alguien... mi mamá.
Me quedé en silencio, tratando de hacer contacto visual con él, pero sus ojos estaban perdidos mirando hacia el suelo con la cabeza baja. Él respiró hondo, como si necesitara fuerzas para continuar.
—Desde que tengo uso de razón, solo fuimos nosotros dos. No tuve hermanos, y mi papá nunca fue parte de nuestra vida. Mi mamá y yo hacíamos todo juntos; ella fue mi mejor amiga y mi pilar. Justo antes de que yo ingresara a la universidad, enfermó gravemente. En cuestión de meses su salud se deterioró tanto que incluso perdió el habla. Solo yo y una de sus amigas cercanas hacíamos rondas de visitas en el hospital. Y cuando finalmente sucumbió a su enfermedad, no fui capaz de enfrentar mi propia vida. Había perdido mi motor.
Mientras me contaba todo esto, sentí que se me hundía el corazón. Yo también era hija única y tenía una relación muy cercana con mi madre. Imaginarme en su situación me acongojaba, y saber por lo que él había pasado me causaba mucha tristeza.
—Tardé mucho tiempo en entrar a la universidad. Y, para que lo sepas, sí fui a terapia. De hecho, sigo yendo. Gracias a eso he podido ser un adulto funcional, con trabajo y estudios.
—¿Pero por qué continúas con todas tus cosas tiradas? Mira, yo te puedo ayudar a limpiar. Cuando uno está en un ambiente limpio y ordenado, así mismo se siente la mente.
—¡Es que no quiero limpiar nada! —exclamó, muy exaltado—. No son mis cosas, son cosas de mi mamá. Ella siempre tuvo la casa así, y a mí nunca me importó. Si cambio algo, si limpio algo, si muevo algo, es como si la estuviera borrando. Cada cosa que está ahí es porque ella así lo quiso, y a mi no me molesta. Cuando llego a casa y veo todo tal cual ella lo dejó, es como si aún estuviera ahí. Siento que va a salir de cualquier lugar y jugar backgammon conmigo, como lo hacíamos todas las tardes.
Sus lágrimas caían, y se notaban su frustración y su dolor. Yo no pude evitar llorar junto a él. Le di un abrazo y le dije que ahora entendía perfectamente su perspectiva, y que no lo juzgaba por ello. Entendí que había hecho de su casa un mausoleo para su madre, y comprendí que, probablemente, nunca había tocado ese tema con su terapeuta porque era algo que no deseaba cambiar.
Le di palabras de apoyo y nos quedamos un rato más conversando. Cuando se hizo de noche, nos despedimos y le hice prometerme que estaría más atento a mis mensajes.
Jamás volvimos a hablar. Nunca volvimos a tener contacto o a salir. Terminé mi carrera universitaria, los años pasaron... A veces me llega a la mente su recuerdo y me pregunto si, tras esas paredes polvorientas y silenciosas, su madre aún lo abraza.
Me encanta
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