Blog personal. La literatura puede ser encontrada en cualquier lugar, hasta en un gesto, y aquí la transcribo.
lunes, 6 de marzo de 2017
Libro: La Tregua (Fragmento).
"Murió. Avellaneda murió", porque murió es la palabra, murió es el derrumbe de la vida, murió viene de adentro, trae la verdadera respiración del dolor, murió es la desesperación, la nada frígida y total, el abismo sencillo, el abismo. Entonces, cuando moví los labios para decir «Murió», entonces vi mi inmunda soledad, eso que había quedado de mí, que era bien poco. Con todo el egoísmo de que disponía, pensé en mí mismo, en el remendado ansioso que ahora pasaba a ser. Pero ésa era, a la vez, la forma más generosa de pensar en ella, la más total de imaginarla a ella. Porque hasta el 23 de setiembre, a las tres de la tarde, yo tenía mucho más de Avellaneda que de mí. Ella había empezado a entrar en mí, a convertirse en mí, como un río que se mezcla demasiado con el mar y al fin se vuelve salado como el mar. Por eso, cuando movía los labios y decía: «Murió», me sentía atravesado, despojado, vacío, sin mérito. Alguien había venido y había decretado: «Despójenlo a este tipo de cuatro quintas partes de su ser». Y me habían despojado. Lo peor de todo es que ese saldo que ahora soy, esa quinta parte de mí mismo en que me he convertido, sigue teniendo conciencia, sin embargo, de su poquedad, de su insignificancia. Me ha quedado una quinta parte de mis buenos propósitos, de mis buenos proyectos, de mis buenas intenciones, pero la quinta parte que me ha quedado de mi lucidez alcanza para darme cuenta de que eso no sirve. La cosa se acabó, sencillamente. No quise ir a su casa, no quise verla muerta, porque era una indecorosa desventaja. Que yo la viera y ella no. Que yo la tocara y ella no. Que yo viviera y ella no. Ella es otra cosa, es el último día, allí puedo tratarla de igual a igual. Es ella bajándose del taxi, con el remedio que yo le había comprado, es ella caminando unos pasos y dándose vuelta para dedicarme un gesto. El último, el último, el último gesto. Lloro y me aferro a él. Aquel día escribí que en ese instante tuve la seguridad de que entre ella y yo existía una comunicación. Pero la seguridad existía mientras ella existía. Ahora mis labios se mueven para decir: «Murió. Avellaneda murió», y la seguridad está extenuada, la seguridad es una cosa impúdica, indecorosa, que nada tiene que hacer aquí. Volví a la oficina, claro, a que los comentarios me atravesaran, me pudrieran, me hartaran. «Me dijo la prima que era una gripe vulgar y silvestre, y de repente, ¡páfate!, le falló el corazón». Me integré otra vez en el trabajo, resolví asuntos, evacué consultas, redacté informes. Soy verdaderamente un funcionario ejemplar. A veces se me acercan Muñoz o Robledo o el mismo Santini, y tratan de iniciar una charla evocativa con prolegómenos de este tipo: «Pensar que este trabajo lo hacía Avellaneda», «Mire, jefe, esta anotación es de Avellaneda». Yo entonces desvío los ojos y digo: «Bueno, está bien, hay que seguir viviendo». Los puntos que gané el 23 de setiembre, los he perdido con creces. Sé que murmuran que soy un egoísta, un indiferente, que la desgracia ajena no me roza. No importa que murmuren. Ellos están fuera. Fuera de ese mundo en que estuvimos Avellaneda y yo. Fuera de ese mundo en que ahora estoy yo, solo como un héroe, pero sin ninguna razón para sentir coraje.
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